domingo, 22 de mayo de 2016

De pronto, que pase el tren / y un bando de gorriones / échese a volar: entonces, justamente / allí será (A.G. Calvo, Del tren)



El ideal del viajero tradicional no consiste en  hacer del viaje un trámite, como ocurre con lo que podríamos denominar filosofía AVE, sino en convertir el trayecto en una consistente experiencia, más importante, a veces,  que el motivo último por el que se viaja.

El AVE ha cambiado la manera de viajar. Los paletos como yo, en lugar de mirar el paisaje miramos a qué velocidad perdemos el tiempo; ni espacio les queda a los niños para aquella  recurrente pregunta: ¿Cuánto queda? Una cosa así ya solo se oye en los autobuses, llenos de menesterosos y de algún refractario al AVE. La onomatopeya del tren, por otro lado, el chu chu de mi infancia, debe a haber pasado a un pssss, con menos eses incluso. Además, para los que valoramos el cine, se ha perdido la posibilidad de remedar la escena en la que quien viene a despedirnos nos acompaña al andén y nos da la mano a través de la ventanilla bajada. Ahora, tienes que despedirte de los acompañantes como en los hospitales o en los aeropuertos, antes de pasar a la zona restringida, con esa extraña sensación de que te enfrentas a una experiencia que se te escapa de las manos. Por no hablar del dulce chacachá del tren, sin el que nada sería de algún salaz héroe de Apollinaire.
No, el tiempo no es oro para quienes no somos emprendedores ni buscamos nichos de mercado. Solo la alquimia fruto de la experiencia feliz es capaz de convertirlo en metal noble y en el AVE no da tiempo ni a que alcance un mínimo de quilates.

Quizá por eso, el espectáculo de las antiguas estaciones de tren, cuando son hermosas, como la Estación del Norte de Valencia resulta tan reconfortante. he aquí como la describe Manuel de Lope en Iberia, la puerta iluminada (Debate, p. 2003, p. 290-91):

“…Valencia recibe al viajero con una estación de ferrocarril muy bella y especialmente acogedora. El vestíbulo está cubierto de mosaicos dorados. Por las cornisas corren guirnaldas de naranjas de cerámica. La Estación del Norte es un edificio de los años veinte, tachonada con estrellas de cinco puntas que le dan aspecto de haber sido decorada para recibir al Ejercito Ruso, pero que deben ser el emblema de la compañía de ferrocarriles que la construyó.”

Si tuviéramos que referirnos a Zaragoza, el texto podría ser el siguiente:

“…Zaragoza recibe al viajante con una estación del AVE inhóspita y descomunal. En lugar de un inexistente vestíbulo han sido habilitados diversos prefabricados que desmienten por completo el carácter de fría vanguardia del proyecto original, fruto de un oscuro culto al cierzo. Mirando, en efecto, el volumen de aire que cabe dentro y se envalentona a lo largo de sus vías, se diría que estamos, más que en una estación ferroviaria, en un inútil hangar con pretensiones de falansterio racionalista, un imposible cruce de diseño y despropósito que te invita a salir de allí cuanto antes, si es que tienes la suerte de que el  tren no te deje muy lejos de una de las escaleras móviles que se encuentran en cada extremo. Los amigos y deudos que te despiden, si quieren enterarse de que has accedido a tu asiento, deben recorrer enormes distancias, desde las que, con suerte, podrán pensar que el perfil que ven en la distancia, a través de la ventanilla, allí abajo, en el foso de los monos, es aquel que se va”.

En ese vestíbulo del que habla M. de Lope se desea buen viaje a los viajeros en varios idiomas y uno siente que hay cierta coherencia entre el deseo y lo que parece prometer el edificio. En las estaciones del AVE, como mucho, podría haber carteles diciendo algo así como ni se va a enterar de que viaja.




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