viernes, 15 de abril de 2016

¿Leer? ¿libros?


La letra que se escribe o que se lee es un disolvente de la angustia. A veces, es verdad, la potencia, pero en todo caso la metaboliza, la transustancia en otra cosa que no sabemos qué será, que se va creando a medida que se alarga la hebra del texto.  La vida del lector está hecha de aventuras inciertas, sigue un hilo que se convierte en otra cosa, que le llevará quizá a tejer una prenda preciosa, si es atrevido, si sabe elegir, porque si no, el tocho arruina el día. El larguísimo cabo que algún desalmado dividió gracias a espacios blancos que separan eso que las palabras tiende más a la continuidad, al ovillo, que al aspecto que tienen los textos, llenos de blancas ventanas inexistentes. Ese fluir inevitable sirve para ir alejándonos de todo lo que nos molesta, de cuanto nos inquieta, como si la realidad que hemos preferido aparcar por un rato pudiera quedar colocada al otro lado del espejo. Bendita evasión, que en el mejor de los caso, nos ayuda a volver fortalecidos, siempre, sin embargo, con la esperanza de poder sumergirnos de nuevo en el río.

Leer significa deshacerse de todo propósito y de toda intención previa, para prepararnos a una voz que se hace oír cuando menos se espera, una voz que no se sabe de dónde viene, de algún lugar más allá del libro, más allá del autor, más allá de las normas de la escritura.

Ergo:










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