viernes, 13 de noviembre de 2015

Día de las librerías: Un mirón en la librería Antígona y en la de Manolo, ya desaparecida. Reedición de entradas


(Recuerdo a la madre de Antigona, Muriel, con aquellos cuadros de P. Simón y unas magníficas fotos de escritores. ¡Qué mirada severa la de V. Woolf!)


La mayor parte de las librerías actuales carecen de fondo de armario. Están llenas de novedades, estratégicamente colocadas en función del poderío de las editoriales que las publican. Pero si vas a buscar algún libro que supere los dos años de edad, estás listo. Por suerte, quedan algunas que acumulan volúmenes, como si el sueño fundacional de la vocación del librero, que es reunir todos los libros del mundo en su negocio, no se hubiera extinguido. Antígona, en la calle Pedro Cerbuna, no es la única en Zaragoza, pero creo que es la que tiene las estanterías más surtidas, y no digamos la mesa central, que, cuando acabe por hundiéndose bajo el peso enciclopédico que acumula, dejará un hermoso y privilegiado cráter. Gozarte organizará visitas espeleológicas a la caza de los volúmenes sumergidos.
La puerta de entrada de Antígona también tiene superpoderes. Su fuerza centrípeta es tremenda, tanta que evito acercarme al escaparate, porque sé que tarde o temprano acabaré absorbido hacia el interior, y que después, al salir, correré el riesgo de constiparme o de volver con dolor de cabeza, porque allí dentro hay definitivamente demasiados libros y, como cuando era niño y me llevaban al zoo, no sé dónde mirar, qué tocar, si leer la contracubierta o ir directamente al precio, si estirar el brazo y coger la rareza que veo al otro lado de la mesa o pillar un fajo entero de libros e ir mirándolos de uno en uno. Casi todo me llama, los nombres, las portadas, pero cuando me decido a hojear algo aparece de repente otro reclamo, que me hace tropezar, a veces no solo en sentido figurado. Me agoto, disminuyen las defensas y una vez que logro escapar de este ombligo del mundo (M. Eliade) salgo despedido hacia la calle  ensordecido, como escupido de otra galaxia , con una sensación parecida a la que se tenía cuando las ventanillas del tren se podían abrir y, tras sacar la cabeza, volvías a meterla en el vagón, en el mundo ordinario. Ahora, ni siquiera, porque han puesto una estantería de metal en el exterior con cosas viejas que te impiden liberarte del todo. Con suerte, diez minutos más.
Otra librería, pero esta sin ninguna novedad, enteramente dedicada a libros viejos, era la de Manolo, que también acunaba a su gato y ofrecía punching balls de entrenamiento en el mismo local. Era una librería papelería, como las de barrio, pero en el Tubo, y vendía poco, por decir que vendía. A mí me gustaba pasar delante de ella, aunque como me daba un poco de miedo pasaba deprisa, porque parecía la librería de Diógenes y temía recontagiarme del síndrome. Mi perro, sin embargo, siempre encontraba un motivo para detenerse, que si un olorcillo que salía por la puerta, que si una meadita justo en el ángulo entre la fachada y el suelo, que si una mirada de reojo a lo que debía intuir en el interior. La última vez que pasé por allí con él, cuando el dueño ya estaba saldando los saldos que había acumulado durante años,  me di menos prisa de la habitual en marcharme, como si me hubiera cruzado con una chica guapa. Al final, indeciso, tiré del perro por cumplir, porque en realidad sentía el leve cosquilleo de quien nota un grato peligro a la entrada de un cueva misteriosa. Al poco volví sobre mis pasos. Salía de allí una luz intensa a través de la rendija. Esto es lo que mi cámara capto, digo mi cámara porque yo no tuve valor para fijarme bien en lo que fotografiaba.
Me pregunto si esta librería estaba como muestran las fotos por no querer vender novedades y dar cobijo a este:

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