martes, 18 de agosto de 2015

La procesión por fuera y por dentro: dos trayectorias que solo a veces se cruzan

Sobre la cámara oscura de la Torre Tavira de Cádiz:

"La muchacha nos iba señalando los edificios principales con un puntero como si fuera una varita mágica. ... La pantalla fue girando…Se veían las copas de los árboles en los jardines. Se veía a los transeúntes en la calle, descuidados e ignorantes de que estaban atrapados en nuestra pantalla. El espejo giró medio cuadrante y se vio la cúpula dorada de la catedral. Un vuelo de gaviotas cruzó la escena. En una azotea cercana una mujer tendía la ropa. Un grupo de albañiles trabajaba en un tejado. La muchacha dejó el puntero y recogió a uno de aquellos albañiles en un papel, lo alzó como si fuera un homúnculo, lo mantuvo trabajando en la palma de la mano y lo dejó de nuevo en la pantalla. Aquello era algo más que un invento para niños. La vida anónima de Cádiz se depositaba allí como en un cuenco de lavar pepitas de oro...” (Iberia, Manuel de Lope)

Más que como el sortilegio de vida ordinaria que describe M. de Lope en la cita que precede a estas líneas, la procesión cuyas fotos publico se me apareció como un espejismo,  mientras paseaba con el perro por el centro de Cádiz, hacia las seis de la tarde, en medio de un calor asfixiante:  jóvenes vestales que precedían al paso, vestidas con largas túnicas pespunteadas con hilo de oro, las volutas del humo de incienso a pleno sol, el manto de la virgen, una gran superficie vertical de terciopelo azul, semejante a una gran ola que desciende, los oficiales que dirigían el lento avance del grupo, solemnes y encorbatados, con camisa blanca y traje negro, en medio de turistas en (o de) camiseta y niños en chanclas comiendo helados, topolinos gaditanos. La inesperada escena hubiera tenido un aire rosselliniano para una pareja de guiris en crisis matrimonial, pero a mí me resultó más cercana a los paréntesis de irrealidad  fellinianos, una sensación potenciada si cabe por los abundantes detalles modernos mezclados a la prosopopeya de la tradición: costaleros que en los descansos consultan su facebook, un joven en cabeza del grupo que graba el lento avance de la comitiva dotado de una especie de báculo tecnológico, bebidas energéticas por doquier, móviles que en el interior de los pasos llaman desde el más acá.

En medio de toda esta voluntad de solemnidad desmentida, noté  la querencia de la máquina fotográfica por las expresiones de los participantes, no las caras acartonadas de circunstancia, el gesto ensayado que solicitan los jefes del cotarro o quizá obedece a auténtica devoción, sino los lapsus de espontaneidad, las muecas impuestas por el cansancio o el calor, las distracciones involuntarias, las sonrisas fruto de las bromas, todas esas señales que en las ocasiones solemnes delatan que siempre estamos divididos, anclados a las exigencias de la ocasión, pero al tiempo deambulando por muchos otros sitios, paseando por los recuerdos involuntarios, obedeciendo a los impulsos o necesidades del cuerpo, a  estímulos imprevistos. En el mejor de los casos, cuando entre la procesión que va por dentro y la que va por fuera hay tensión, contraste de pareceres, desmentidos de la solemnidad, puede surgir una foto que ponga de manifiesto la fragmentación, la multiplicidad de esferas y tiempos que caracteriza nuestro modo de estar situados en el presente. La insistencia en el lema “aquí y ahora”, tan presente en algunas corrientes de ayuda psicológica,  no es más que un síntoma de que esa pretensión es un vano anhelo.

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