martes, 9 de junio de 2015

Castración, a las cinco de la tarde…

 

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un perro solo en la cocina llora
olvidando que es perro y masculino (Pseudo M. Hernández)

A las cinco en punto de la tarde, una enfermera trae a mi perro encapotado con una especie pantalla de lámpara alrededor del cuello. Es para que no se chupe, me dice, ya sabes, son solo unos días. Se pone contento al vernos, nada nuevo.

Yo llevo unos días pensando que menos es más, que con los huevos ausentes se quita un peso de encima y más con tantos años, que para qué va uno (él, él, insisto, él, no yo) a querer el instinto sexual a partir de cierta edad, cuando el cuerpo empieza a ponerse flácido y de aquello queda solo el regusto, la añoranza de una estética. Y, sin embargo, a sus trece años, unos cuantos más de la edad equivalente que tengo yo, al día siguiente ya se acerca de nuevo a las hembras, le pone la pata encima a otro perro castrado, como esas señoronas que daban su mano a besar como si fuera un ancla de carne. Será que los niveles de testosterona tardan en bajar, que castrar no produce el efecto Don Limpio, que si pasa una linda perrita por allí no hay algodón que valga. Será, pero después me dicen que hay perros que siguen haciendo lo mismo después de emasculados. Que no se les pasa, que el cuerpo para un perro es siempre una ocasión para el goce, algo que ni siquiera es necesario convocar para que acuda, algo inmediato, en lo que no se piensa, a lo que las más de las veces se obedece sin rechistar, no un inconveniente como acaba por convertirse con el paso de los años en las personas, alguien al que hay que pedirle permiso, suplicarle, a veces.

Estoy antropomorfizándolo, ya, claro, como si fuera posible no hacerlo.  Me pongo coto por tanto. Pero entonces, si el perro capado sigue acudiendo a la llamada del sexo, será porque ese sexo tiene una memoria, se ha culturalizado, fenomenologizado en vivencias que saltan del pasado al presente y viceversa. Sin llegar a lo que decía M. Cruz hace años:

De tal manera que podría decirse que así como la palabra guarda la memoria del alma, el deseo conserva la memoria del cuerpo. O quizá sea, por desplazar tan sólo un poco la formulación, que el cuerpo tiene su propia memoria y es capaz de ver en el cuerpo que yace a su lado el que fue, aunque ya apenas lo sea; rescata del olvido el brillo del pasado y lo trae, con amorosa delicadeza, hasta el presente, redimiéndolo de la usura del tiempo, del castigo inmisericorde del devenir. Se equivocan quienes creen que los cuerpos se conforman, se resignan, se avienen a lo que les es dado. No. El cuerpo recuerda la plenitud que tuvo aquel otro con el que ahora se está fundiendo. El cuerpo preserva la memoria -su propia memoria- de lo que conoció, de lo que alguna vez fue suyo.No intento referir una ensoñación o una fantasía. Absténganse de sonreír, displicentes, sobrados en su ignorancia, quienes no conozcan esta experiencia: sentir la violenta punzada del deseo al reconocer en ese cuerpo que ha cambiado radicalmente, que casi en nada se parece al de tiempo atrás, sus contornos perdidos, el fresco olor que lo identificaba, la tersura hoy marchita de su piel. Sólo desde esa memoria del cuerpo a la que me he venido refiriendo resulta inteligible tan reveladora experiencia.

Sin llegar a eso, Roco acude a las perras porque lo sabe, porque añora una estética que conoció. Es hoy un pintor que quiere pintar sin pintura, a oscurar, iluminado por el recuerdo, alguien que ha entrado en el ámbito del deseo eterno, algo en lo que que como decía el mismo Cruz, los místicos creían.

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