domingo, 16 de noviembre de 2014

La pequeña Pépée, el amado chimpancé tirano de Léo Ferré.

 
- Il-y-a un abîme entre Pépée et les animaux, comme il-y-a un abîme antre nous et les animaux, quoi, l’abîme du raisonnement, quoi.

- Vous placez Pépée donc pratiquement comme un être qui raisonne, pense.

- Oui, mais c'est pas moi qui la place, c'est qu'elle raisonne, elle pense. On dit malin, n'est-ce pas?

- On dit malin,   oui.      

 - Moi, je dis que d'abitude on dit malin comme un singe, moi je dis qu'elle est malin, maline comme un homme...
(Léo Ferré) 
(Fuente de la imagen)                              


                                     
Leo en Libération una suerte de reseña de las memorias que Anne Butor, la hijastra de Léo Ferré, publicó con prólogo de Benoîte Groult. Recuerda en ellas los años vividos con el cantautor francés.
Hacia 1960 Ferré vivía en el castillo de Pechrigal (Lot, Midi-Pyrénées) con Madeleine, su mujer de entonces, Baba, Charlotte, Titine (una vaca), Arthur (un toro), amén de unos cuantos sanbernardos, numerosos corderos, ovejas, cabras, un póney, un búho y algunos chimpancés. Además, como invitados a cenar acudían todas las noches los perros de los alrededores en busca de comida de mejor calidad que la que les ofrecían sus amos. Como en la canción infantil, no faltaba ninguno. No era, sin embargo,  nada excepcional, dado el terreno disponible y el amor franciscano de la pareja Ferré-Madelaine por los animales. En el vídeo al que pertenece la cita que figura al principio de la entrada se pueden ver algunos de estos animales y a sus dueños junto a ellos.

Pero en esas, llegó un cachorro hembra de chimpancé, Pépée, y pronto mandó a parar. Férré la había conocido en 1961, cuando se la compró a un señor cuya advertencia resultó profética: "si ce n'est pas vous le patron, c'est elle".

En seguida Léo habló abiertamente de ella como de su hija, y Madelaine en sus diálogos con la mona se refería a él como papá. Nada excepcional, de nuevo. Comportamientos semejantes son relativamente frecuentes entre los propietarios de animales domésticos. La mona compartía mantel y mesa con la familia, con bastantes buenos modales, por cierto. También compartía con sus amos el vicio del tabaco y hasta daba fuego a los huéspedes, como se aprecia en el vídeo citado. Además, le gustaba echar la siesta, y de noche, después de la tisana de rigor, se ponía el pijama para dormir en su cuarto. Ah, y no hacía ascos a la tele, aunque prefería la inmediatez de la relación directa con las personas. Nada excepcional, quizá, de nuevo.

Una vez muerta, Ferré le dedicó una canción que da idea del fuerte vinculó que debió de crearse entre él y el animal. Al comparar las orejas de soplillo de Pépée con las del cantante Gainsbourg, Ferré alaba la falta de vergüenza de Pépée, que no necesitaba de scotch (ni celofán ni güisqui) para  mantenerlas a raya de noche (T'avais les oreilles de Gainsbourg/Mais toi t'avais pas besoin de scotch / pour les replier la nuit). Es quizá una manera de evocar la ingenuidad del chimpancé, frente a la malicia del humano. Con el añadido, además, de que Pépée poseía ese estatuto fronterizo entre el animal, el niño y el humano adulto que hace posible que el dueño proyecte en su mascota las virtudes del buen salvaje: el candor y la espontaneidad, la fogosidad y la inconsciente delicadeza de quien, en el fondo, seguramente no está plenamente dotado para esas cosas. O sí... No es difícil, por ejemplo, ver en un perro el brillo de una inteligencia que, sin embargo, al cabo, se deja eclipsar por el vil instinto. Aunque también hay que decir que todo eso le pasa también a muchos seres humanos. En cualquier caso, contemplar el combate entre la razón y la pasión es un espectáculo del que algunas personas quedan prendadas, hasta el punto de que en los actos de desobediencia del animal ven aquello que no fueron capaces de hacer a causa de su  propia cobardía o de una pacata valoración de riesgos. El animal se deja ir, presta oído a esa llamada de la selva que nosotros intentamos ignorar a menudo. Por cierto, me incluyo entre los cobardes.

Pépée, entre tanto mimo, como había profetizado su  anterior dueño, se había convertido en la dueña del corral, también llamado casa. Fastidiaba a quien no le permitiera hacer lo que quería, mordía con saña al servicio y no dejaba a la hija de Madelaine hacer los deberes escolares. A veces, como un ángel terrible de los de las películas de Pasolini, descubría la falsedad de la vida burguesa, poniendo al desnudo su vacuidad. Un día, durante la visita de un prefecto y su señora, hizo acto de presencia y tras servirse un buen pedazo de carne, quitó las pulseras a la invitada, la pajarita y el reloj al marido, y las pieles y el sostén a la misma a la que había dejado sin joyas poco antes. Acto seguido se puso a a salvo de ira de tan distinguida pareja, una ira que quizá les hubiese costado la enemistad de los Ferré, porque cualquiera que osase poner coto a su permisividad con el animal se arriesgaba a caer en desgracia. Pequeñita (1'20 cm de altura aproximadamente), pero fuerte (como cinco o seis hombres), Pépée definitivamente había creado una monarquía absoluta en la casa de un anarquista. Ella era la princesa y el bufón. Sus enormes caninos, además, aumentaban su poder de convicción. Gare au gorille!

Anne Butor, la hijastra, en un momento dado, dejó el hogar para volver con su padre. Y hasta el mismísimo Léo, de veleidades jainitas en su pasión animalista, no pudo más. Abandonó entonces el castillo de Lot para volver a París, poco después de un accidente sufrido por Pépée. No he acabado de saber si se trató de una separación que su dueño presumía terapéutica y temporal, de un huida en toda  regla para comprar tabaco en la esquina o de que tenía que atender a sus negocios. En cualquier caso, Ferré no volvería a verla viva y, además, terminaría por separarse de Madelaine. Su último adiós a Pepée sería una hermosa y sentida canción de amor que recuerda sus manazas como raquetas, su gran corazón, sus ojazos y su corta vida, que se apagó el día 7 de abril de 1968, el más cruel de los abriles. Mayo de ese mismo año no cambio el mundo, tal vez porque se trató solo de un brote agudo del conflicto generacional, pero hizo entrever unos ideales de vida que sin duda Pépée hubiera podido compartir: por ejemplo, aquello de "Prohibido prohibir" o "A follar a follar, que el mundo se va a acabar". Aunque nunca se sabe. Quizá tenía nostalgia del orden y hubiera deseado la presencia de un encantador de monos que la llevara a una escuela de reeducación animal. En una entrevista en la que Ferré hablaba de las cosas de Pépée en el tono maravillado que solemos usar los dueños de animales para contar esas portentosas anécdotas, la entrevistadora le pregunta a bocajarro si había querido a algún ser humano tanto como a Pépée. Él, emocionado, contesta: "Me deja sorprendido...No lo sé" -Aviez vous aimé un être humain autant que vous avez aimé Pépée? - Ah, là, vous me surprenez! Je ne sais pas (Min: 2:44)-. De nuevo, nada extraordinario.

La canción en francés cantada por Ferré Enlace a la canción de Ferré en la versión italiana.

1 comentario:

  1. Gracias. Me encanta leo ferré y esta canción que he escuchado tantas veces pero desconocía quièn era Pèpèe, a quièn estaba dedicada.Tratando de averiguarlo he encontrado este artículo. Gracias nuevamente.

    ResponderEliminar