domingo, 15 de septiembre de 2013

La infancia de Jesús, la nueva novela de Coetzee sobre las nuevas vidas que se escapan.

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La infancia de Jesús, Coetzee, J. M., Mondadori, 2013, trad., Miguel Temprano García.
“Lo sorprendente de la visita a Inés, cuando se para a pensarlo después, es lo extraño e impredecible que ha sido ese episodio de su vida. ¡Quién habría pensado, el primer día que vio a aquella joven tan serena y lozana, que llegaría un día en que tendría que limpiarse su mierda del cuerpo! ¿Qué dirían en el Instituto? ¿Inventaría la mujer de cabello gris una palabra para describirlo: la caquidad de la caca?” (pvenna

Un niño, acompañado por quien se ha convertido en su protector, llega a Novilla en busca de una nueva vida. Novilla es un lugar en el que todo parece funcionar medianamente bien, donde han desaparecido las pasiones y la ironía en las personas, una especie de utopía en la que una administración hipertrofiada se ocupa de mantener en un relativo bienestar a los miembros de la comunidad. Sin embargo, el protector del niño parece complacerse en recordar su anterior condición imperfecta, porque la nueva asepsia,  que no resulta problemática para los demás, sí lo es para él. Es alguien apegado a la imagen de sí mismo que  le acompaña como  su sombra. Se parece, en ese sentido, al funcionario testarudo de Esperando a los bárbaros, al viejo enamorado de El hombre lento, al profesor sensualista de Desgracia o al protagonista de Diario de un mal año. La condición antigua resurge entre los pliegues de la anodina vida integrada de la que gozan los que sí han dejado definitivamente atrás el pasado. Este cinquentón,  rebautizado en el nuevo mundo como Simón, por contra,  se aburre por la falta de pasión, de conflicto, siente un apremiante deseo sexual, pretende ir en consonancia con el progreso que impone la mecanización en el trabajo, aunque eso altere el plácido estatus de los trabajadores del muelle de descarga en el que se gana la vida. Hasta ahí, nada nuevo en Coetzee por lo que respecta a la anécdota y al personaje central, nada del todo nuevo en el escenario tampoco si pensamos, por ejemplo,  en Elisabeth Costello, obra en la que el personaje homónimo se ve enfrentado a un tribunal de pesadilla que siempre  rechaza su pretensión de acceder a otro lugar, o en los funcionarios de El maestro de Petersburgo, por no hablar de Vida y época de Michael K. Pero Simón, a través del cual, como decía, se cuelan cuestiones pendientes que entran por la venta cuando han sido expulsadas por la puerta, en un momento dado deja de ser el núcleo de la narración, que pierde la componente mínimamente melodramática que parecía dibujarse a través de la relación del personaje con una mujer, esta sí, nueva, que vive el sexo como un mero paréntesis de momentánea descongelación. La novela, a partir de entonces, gira para centrase progresivamente en David, el niño extraordinario, catalizador infantil de los conflictos, que parece evocar, más que el personaje de los evangelios canónicos, el niño caprichoso y travieso de los evangelios apócrifos que usa sus poderes de forma un tanto arbitraria.  David no hace milagros en sentido estricto, pero el tema de lo excepcional, lo mágico, lo extraordinario, la verdad que está más allá de la apariencia material, está presente tanto en la peripecia como a través del Quijote, libro de cabecera de la criatura y con el que aprende a leer.
Al final, el conflicto entre el individuo y las estructuras sociales, como suele ocurrir en Coetzee, se agudiza, sin que unos ni otras cedan. A los protagonistas  no les queda otra solución que huir a la búsqueda de otra vida, lejos de la tierra de promisión a que habían acudido, también huyendo, en busca de una tierra de promisión.

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