lunes, 3 de enero de 2011

Infinitos, de John Banville


Infinitos
John Banville
Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Barcelona, Anagrama, 2010
296 páginas. 19,50 euros.

Seguramente, la nueva novela de Banville contiene en buenas dosis y en sabia proporción bastantes de las cualidades que hace ya algunos años deseaba Italo Calvino para la literatura del segundo milenio: ligereza, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad. En otras de sus novelas la característica tendencia a la morosa densidad desluce, en mi opinión, la calidad de los mimbres de que están hecha. Bien es verdad que la escasa peripecia facilita el adensamiento de la prosa concéntrica, pero es que por momentos el equilibrio llega a perderse en una cadencia que hace añorar cierta mayor rapidez, mayor resolución.


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Anotaciones manuscritas de Calvino sobre las conferencias que iba a pronunciar en las Norton Lectures.

En Banville hay muy poco relleno, no existe casi párrafo que no esté preñado de intención, pero a veces tanta carga lastra la necesaria ligereza. Por ejemplo, en sus obras policíacas, las que firma como B. Black, las variaciones a las que somete cada cuestión hacen que se pierda de vista la línea argumental, la melodía de base, el toque de género, como podría ocurrirle a un músico de jazz que se dejara llevar por su virtuosismo y olvidara la pieza en conjunto, hasta el punto de que cuando vuelve al tema, ya te habías olvidado de cuál era. Es un reproche que, en menor medida, podría hacerse también a su, por lo demás excelente penúltima novela, El mar (Anagrama, 2005) o a El intocable (Anagrama, 1997). Contrasta esta tendencia a la inmovilidad con la chispa de su faceta como ensayista. El humor, la riqueza de felices hallazgos de Impresiones de Praga (Herce, 2008) es difícil de igualar. En Infinitos, por más que el contenido supusiera un auténtico desafío, Banville logra un sólido equilibrio entre hondura y ligereza, profundidad y liviandad, entre exactitud e indefinición. Y ello con un narrador principal no es otro que Hermes. O quizá lo logre, precisamente porque los dioses del Olimpo son una versión desprejuiciada, extrema, de los humanos y esta tragicomedia de una tarde de verano no deja de ponerlo de manifiesto. Por otro lado, parece que la manera de hacer de este narrador hijo de Zeus- que también anda por allí, como un casi omnipotente viejo verde al que le sobra la Viagra- tiene algo de la
potencia y servidumbre con la que el autor encara, respetuoso e impertinente, al tiempo, la construcción de sus personajes, tan suyos como suyo es él de ellos, tan sorprendido por su comportamiento como sabedor de lo que deben y no deben hacer para que la novela no se malogre.
La historia que cuenta la novela es, por lo demás, escasa, tanto que podría casi resumirse en una serie no muy numerosa de cuadros teatrales, de escenas de interior y exterior. En una casa de campo un famoso científico, cuyas teorías sobre el tiempo han revolucionado la física, está agonizando. A su vera se reúne su familia y algún que otro personaje casi con tanto peso como sus deudos. En torno a la habitación del padre revolotean los dos hijos, la mujer, su deseada nuera, mientras repasan sus trabajos y sus días, más desdichados que felices a la espera del próximo fallecimiento. La voz del padre, cuyo sorprendente final da pie a una especie de retablo entre vulgar y sublime, contrasta con la de todos los demás, pues es él, a pesar de sus insuficiencias, el dueño y señor de la familia. A veces, repasa su vida pasada ante el inminente final. Los dioses, por su parte, miran con una mezcla de envidia y desprecio las tribulaciones de los humanos, esas penalidades, en particular el amor, que tanto envidian, como si estuvieran hartos de que su inmortalidad les privara de la dimensión mitad trágica mitad banalmente ramplona de los humanos. Los hombres están condenados a morir de la misma manera que los dioses están condenados a vivir, pero por lo demás, salvando las diferencias ligadas a sus habilidades (narrativas y de otro tipo), se parecen bastante.
Y notas de fino humor, no solo literario, por aquí y por allá. Además, verdades que solo Hermes podría descubrir como que uno de los personajes más logrados, el perro Rex, que antes de la grave indisposición de su dueño tenía como misión "llevarlo todos los días de paseo, en ocasiones dos veces, si el tiempo era especialmente bueno, y para complacerlo hasta fingía que nada le gustaba más que correr detrás de una pelota de tenis o un palo cuando se los lanzaba" (p., 194). “¡Oh!”(p., 290).

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