miércoles, 28 de julio de 2010

Las aldabas de Cádiz. Primera serie: deterioradas o ausentes.

Clica aquí para ver la Segunda serie. Animales (I): Leones, elefantes y caballos.

Clica aquí para ver la Segunda serie. Animales (II): Peces y ánades.

Clica aquí para ver la Tercera serie: Manos (I).

Clica aquí para ver la Tercera serie: Manos (II).

Clica aquí para ver la Cuarta serie (I): Formas casi sin motivo (I).

Clica aquí para ver la Cuarta serie (I): Formas casi sin motivo (II).

Clica aquí para ver la Cuarta serie(I): Formas casi sin motivo (III)

Clica aquí para ver la Cuarta serie (I): Formas casi sin motivo (IV).

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Más tarde trató de explicarse. Dijo que había querido demostrarme algo sobre la historia de la sensación. Las sensaciones tenían unas historias naturales propias, florecían durante un rato o no florecían, y entonces se extinguían. La mayor parte de las sensaciones que florecieron en la época de Schubert ahora estaban muertas. La única manera que nos quedaba de volver a experimentarlas era mediante la música de aquel tiempo. Porque la música era el rastro, la inscripción de la sensación.

Muy bien, le dije, pero ¿por qué tenemos que follar mientras escuchamos música?

Porque resulta que el movimiento lento del quinteto trata del acto sexual, replicó. Si yo en vez de oponer resistencia, hubiera dejado que la música fluyera en mí y me animara, habría tenido atisbos de algo totalmente fuera de lo común: lo que se sentía al hacer el amor en la Austria posterior a Bonaparte. (Verano, J.M. Coetzee)

El episodio al que hace referencia la cita del encabezamiento, el intento por parte de Coetzee de hacer el amor al son de una “larga aria de violín por debajo de la cual vibra la viola” provoca una buena bronca entre los amantes, porque ella se siente instrumentalizada y desprecia el noble y placentero fin del experimento. Yo, por mi parte, me siento tentado de preguntar a la señora gaditana de 95 años que se sienta por la tarde con sus hijos y su biznieta caniche en una terraza de la calle Sacramento a tomar un manchao, si cuando ella era joven aún se usaban las aldabas para llamar a las puertas, si se sabía de quién se trataba por la forma de picar, si había personas que ella distinguía por llamar con los nudillos o por el número de toques. Y si sus hijos me dejaran le pediría ejemplos del repique en un portal de una casa antigua cualquiera, llamaría a su portón revestido de autoridad, de parentesco, de amenaza, de amistad, desde el patio intentaría ser el niño que tal vez esperaba la llegada del pastelero con una bandeja de japonesas, pasteles de cinco pisos más palomar y muchas sultanas, o el hijo que esperaba la vuelta de las Américas del padre comerciante cargado de regalos exóticos. Todo con tal de revivir anécdotas, sensaciones, formas de vida trasnochadas de las que estas aldabas son un tristísimo, relumbrante y mudo resto. Quizá en alguna obra de Falla se oiga un tintineo, un brusco despertar de la ensoñación, el retumbar de algún mal presagio, unos compases que celen el sonido de la aldaba, cifra de esos instantes. En cuanto a la abuela de la perrita caniche, supongo que prefiere los porteros automáticos, que abren las puertas a distancia y en esta ciudad viven protegidos de la humedad en una especie de armarito de aluminio.

Las aldabas de Cádiz han perdido su función primordial, la de llamar, la de picar a la puerta. Sin embargo, hasta algunas de las pocas casas modernas que se han construido en el núcleo histórico de la ciudad, allende Puerta Tierra, tienen sus portales adornados con las características manos que lánguidamente sujetan una fruta, quizá el motivo más recurrente en las de tipo figurativo. Foto0966

Portal moderno de una casa de vecinos situada en la Plaza de la Candelaria, 3, en pleno centro histórico de Cádiz. El edificio conserva algunos elementos de época, como la cancela, pero ha sido sometido a una profunda remodelación.

Su presencia meramente ornamental debe interpretarse como un intento de vinculación a una tradición, como un vasallaje a la enorme serie de estos refinados objetos que acercan una vez más Cádiz a Venecia. Allí también la variedad de aldabas era vastísima y la afición al hurto por parte de los visitantes intensa. De su delicadeza y hermosura quedó testimonio en el libro que la editorial FMR les dedicó (Venezia. Porta porta, Casali, L. Foto di Massimo, N, 1981).

Vistas como objetos en desuso, evocadores de una realidad sobre la que proyectar nuestra melancolía por el tiempo ido, las aldabas con mayor carga de significado son las dañadas o ausentes, independientemente de su rango o antigüedad. Contornos, agujeros, desemparejamientos, descalabros, reutilizaciones, chapuzas, piezas sueltas, son testigos del deterioro, la humedad, las mudanzas, agresiones, cambios o restauraciones, de la usura del tiempo y el mar, de nuestra incuria y también, un poco, de nuestro ingenio.

Nota aclaratoria a esta y a las otras entradas de la serie:

Hace años que paso parte del verano en la provincia de Cádiz y cinco o seis que, gracias a la generosidad de unos familiares, lo hago en la ciudad misma. El casco antiguo, en el que predominan las casas de los siglos XVIII y XIX, está lleno de aldabas, porque la mayoría de los portales son de madera, muchos de ellos de hermosísima caoba. Y los portales de madera son muy amigos de las aldabas. Una vez hecha la mayor parte de estas fotos he ido descubriendo que los mismos llamadores que al principio me parecían de gran originalidad pueden encontrarse en otras muchas ciudades. En pocas semanas, los he vuelto a ver en Zaragoza, Madrid, Pau y Cáceres. Muchas páginas de Internet también los reproducen. Quizá lo dicho en estas entradas deba redimensionarse por lo que al tono del discurso se refiere teniendo en cuenta este hecho. Pero he preferido añadir esta nota a reescribir las entradas, porque tienen algo de diario y me resultaba tan costoso como falso recorrer hacia atrás los pasos dados. A partir, sin embargo, de la Tercera serie (Manos I), el tono será distinto, pues el desengaño, por así llamarlo, ya ha sido metabolizado. Queda, además, en mí la sensación de que estas aldabas son más numerosas y variadas en Cádiz que en otras ciudades, aunque seguramente menos originales. Mi intención no era hacer un estudio ni siquiera medianamente académico sobre la cuestión y sigue sin serlo. Por ello, no me he preocupado de filiaciones, estilos, fechas y demás categorías útiles para ordenar la serie. Se trataba solo de hacer público el resultado de unos paseos matutinos en compañía de mi perro y de adornar ese resultado con un discurso evocador.

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