miércoles, 16 de diciembre de 2009

Un amigo poeta, Raymond Beyeler y un grabado de Alechinsky

Le conocí hace casi 30 años en Florencia. Estábamos asistiendo a un curso de italiano de dos meses. Hacía un calor insufrible y yo había contraído una variante del síndrome de Stendhal. En lugar de ir a ver, me había replegado en mi habitación, un húmedo semisótano cerca de la villa donde se daban las clases. Leía guías turísticas, me informaba de las actividades gracias a Repubblica, cuya página central fue mi mejor profesor de italiano, pero no era capaz de lanzarme a los museos, iglesias, conventos, plazas, fachadas, palacios, puentes, placas conmemorativas, mercados, sacristías, escaleras, castillos, exposiciones, jardines, corredores, esquinas, fuentes, pórticos, bibliotecas, patios, que hay en Florencia. Tenía el aliento cortado. Venía de Madrid, pero el casco histórico de Florencia no tiene comparación alguna con casi nada. Es insoportable, se corre el riesgo de morir disuelto por el sudor del verano y por la pérdida de identidad. Un flâneur como yo, que deja que la mirada, como la atención difusa del psicoanalista freudiano, se pose allí donde algo le llama la atención, hubiera sido presa de contorsiones insufribles, de una aceleración visual que me habría llevado a ser atropellado o a darme de bruces con una señal urbana. Hay que tener algún centro di gravitá permanente para pasear por esas calles sin perderse, dejando como pulgarcito migas de pan para seguir el rastro de vuelta del viaje tras el éxtasis. Pero él tenía más experiencia  y me sirvió de acicate.                                    
Ha dedicado su vida a ahorrar para después fundir lo acumulado en un grand tour intermitente por el mundo. Su media de estancia en cada  ciudad era de tres meses de dicha tras tres tristes años de trabajo. Después de Florencia, me parece que se fue a Venecia, a una pensión literaria en la Giudecca, y más tarde a Berlín. En Florencia, me hizo aceptar lo real, el mal menor consistente en ver solo algunas cosas, aunque tuviera que pasar del síndrome de Stendhal al de turifel (descrito  por S. Ferlosio en sus tratados sobre moral y costumbres). No compartía todos sus intereses culturales, ni el los míos, pero creo que los dos somos, en muy buena parte, autodidactas algo caprichosos y no voy a explicar qué significa eso en términos vitales, porque solo interesa a los que ya lo saben.
Uno o dos años después vino a verme a Pavia. Le recuerdo vestido con un conjunto verde, como el atuendo de médico de hospital, pero de tono más oscuro y corte tipo sahariana. Me dio un ejemplar de una de las revistas en las que colaboraba, Phréatiques, que aún conservo,  y tuvo una pequeña enganchada con mi mujer. Ella, muy antiyanqui, había dicho algo sobre ese colectivo imaginario y él insistía en que lo importante era el individuo, el individuo, con acento en la u. Tenía razón, pero a veces se hace cómodo el tópico, como un break en medio de la experiencia vivida a pecho descubierto. Además el indivi-dúo por lo menos son dos.
Seguimos escribiéndonos, pero al final le perdí de vista durante muchos años, hasta que por arte de magianet reapareció, saliendo de la chistera de mi cuenta de correo google.  Cuando le conocí ya había ganado un prestigioso premio para jóvenes poetas. Después, ha seguido publicando, incluso, según me contó, alguna novela policiaca. Su grand tour viajero no ha acabado, pero, ahora, sobre todo, rueda películas como actor, creo que de reparto. Hace poco hizo un telefilm sobre la vida de Boris Vian, en el papel  de amigo del poliédrico escritor y músico  –”pobre Colin”, decía la anciana tía de un amigo de la universidad cuando le hablábamos de La Espuma de los días, como quien habla de un perrito enfermo. Me cuenta en un correo que se le ve en el rodaje de un cocktail  en la editorial Gallimard en 1947. Al decírmelo, a mí me bailaron las fechas de la Segunda Guerra Mundial y lo imaginé rodeado de nazis. Después, caí en la cuenta y entonces lo vi curioseando por los estudios, sabiendo seguramente mejor  que los otros actores a quién representaba cada personaje y cuáles eran los pintores cuyos cuadros decoraban la sala de la recepción, aprovechando en suma cada instante útil con esa misma sed inteligente de vida que ya tenía hace 20 o 30 años, qué más da.
Siempre le interesó la pintura. Recuerdo su antigua pasión por Piero della Francesca y por la pintura en general. Los dos poemas que aparecen a continuación pertenecen a la misma rama de textos. Tras ellos, he incluido dos imágenes. No hubiera sido necesario, pero intenet facilita el espíritu detectivesco y he encontrado una obra con el mismo título que el primer poema y del mismo pintor cuyo nombre encabeza el texto. Con respecto a les Nymphéas, doy un enlace que permite una visita virtual. No es lo mismo que la experiencia quintaesenciada del texto poético, pero a alguno le hará gracia.

Ambos textos ya habían sido publicados en Concerto pour marées et silence, revue, 2009.

LA MER NOIRE
ALECHINSKY, COLLECTION PARTICULIERE, OSTENDE

Le signe en travail, dans la marge, nous instruit. Il fuse, germe et feu, impérieusement.
Cette apostille a des couleurs. Dévorantes, insatiables. Mais le sujet sait les circonscrire.
Le flux remue son sel, la nuit s’abîme. Nous craignons leurs manières d’encre, leur oeuvre sans fond.
La terre passe sous silence. L’épreuve pèse, devant, que gouverne un ponton en souffrance.
Dans l’attente, on estime la méridienne, la patience des hauteurs. La mer écrit, pour le solstice. Ses déliés font des vagues.
D’une rive l’autre, la vie improvise à l’excès sa gloire horizontale.
Tout accable. Notre étoile désespère à traverser les mondes. La lune crie où l’on te regarde.
Mais ton métier est de veiller. Et quand, autour, le geste assaille, chercher sur la carte du ciel la lumière des disparus.

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LES NYMPHEAS
CLAUDE MONET, ORANGERIE, PARIS

La substance fait des gestes. Toute couleur infuse. La matière apprend à penser.
Elle plisse son corps vagal sur le bleu de la touche. Ou se dissout dans l’élément qui se souvient.
Le ciel recule, plus bas, quand nous penchons notre image. La lumière inverse la forme, estime la durée qui la contient et, d’une langueur détachée, étanche les étamines.
C’est la gloire de l’entrelacs, la confusion des ellipses.
Les communiantes au miroir bercent des ombres. Leurs pétales cillent, cousus au point de tulle.
Là, des feux de brume s’ancrent sur l’estampe. Ils consument leur cœur comme des météores dans la béatitude du demi-jour.
L’art est sans rives. C’est une grande conspiration végétale qui absorbe des signes.
La Beauté s’éprit dans le reflet du monde : avant les yeux déjà, l’eau regardait les fleurs.

Raymond Beyeler

http://www.musee-orangerie.fr/homes/home_id24799_u1l2.htm

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